Abstract
No es para ninguno desconocido cómo, en la actualidad, la Constitución Política de los Estados ha sido colocada en un pedestal tan alto que aparece casi como un ente sacralizado y superior a todo cuanto existe. Su articulado, sobre todo en nuestro ordenamiento constitucional, es concebido como receptáculo de cualquier derecho y herramienta idónea para su protección. Con lo que, a mi juicio, hemos llegado al punto en que creemos que todas las respuestas a cualquier problema jurídico están en la Carta política, pero no hemos advertido que de ella también emanan la mayoría de los más trascendentales problemas estatales. En efecto, y sin ahondar en este aspecto, la imposición de la Constitución como norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico (Normarum norma 1 ) y de la Corte Constitucional como la guardiana de este principio de la supremacía constitucional nos ha obligado a valorar qué subvierte el orden establecido a fin de solventar las vicisitudes que sean detectadas en este sentido. Entre tales, pues, hoy nos compete hablar de la Sustitución de la Constitución, de aquel temido vicio que amenaza con desfigurar a la Colombia como la conocemos e implantar la aberración de un nuevo orden por medio de los mecanismos reformadores que ella –es decir, la Carta– ha constituido.